Espagne

Aspecto que tendría una tasca cualquiera de Albacete de haber triunfado los planes de Napoleón Bonaparte

Hay dos tipos de españoles, los patriotas y los que tenemos sentido común. Los primeros no merecen mayor comentario; bastante tienen con lo que tienen. Los interesantes son los segundos, esos que tiran como pueden con la desgracia de tener una nacionalidad tan chapucera.

En esta última y lamentable categoría se engloban los nacionalistas periféricos, tan de moda últimamente, los perroflautas, los existencialistas y los nacionalistas desubicados, grupo este último al que orgullosamente pertenezco.

En mi caso, hace ya varios años que decidí reivindicar las virtudes sin parangón de la república francesa, haciendo caso omiso a sus numerosos defectos. Todo en Francia me enamora: su cinema, su chanson, su cuisine, su himno nacional, cantado como se canta en Casablanca, y esa mirada de profundo asco con que miran los parisinos. Me gusta hasta lo bien que les arden los coches en los suburbios.

El nacionalismo desubicado, además de ser una opción política más bien minoritaria, es un estupendo mecanismo de defensa. Son muchas las ocasiones en que, mirando la última noticia de tal o cual corrupto, me digo en alto: «esto en Francia no nos pasa». Aunque pase y aunque yo no sea francés; eso es lo de menos. Lo importante, como el lector sin duda habrá entendido, es el chauvinismo.

Entre quienes deseamos pertenecer a otro Estado, exista éste o no, hay disensión sobre el momento en que España dejó de ser una patria digna de orgullo. Los paracaidistas, esos que no quieren ser españoles solo porque ahora no tienen trabajo, culpan a Zapatero o a Aznar o a los padres de la Transición como mucho. Los hay que culpan a Franco, o a los reyes católicos, o a los moros, o a Colón. Hay también quien opina que ya en las cuevas de Atapuerca algo se jodió irremediablemente y no hemos levantado cabeza desde entonces.

Tonterías.

España se fue por el barranco el día en que Napoleón soltó aquello de: «pues nada, oye, que os den por el culo». Aquel día perdimos lo que un político contemporáneo, tirando de lugar común, llamaría Una Oportunidad Histórica.

Cada vez que florece un nuevo presunto, cada vez que se nacionaliza algo que otro mangante privatizó o que algún presidente democráticamente electo no entiende su propia letra, me cago en el puñado de catetos que venció a las tropas napoleónicas. Entiendo, por supuesto, la humillación de que le invadan el país a uno, pero peor es la humillación de que ni invadirte quieran. Y en ésas estamos.

A veces, cuando veo que el Telediario cierra con un mono en patinete para no hablar de las manifestaciones, me imagino cómo sería esa Espagne que casi fue. Me imagino a mujeres con cuellos larguísimos diciendo bonjour y merci y vendiendo el New York Herald Tribune por las calles. Me imagino a señoras de setenta años que saben quién es Camus llamando Cagfug al Carrefour y a políticos con trajes que les quedan bien de manga.

Habrá quien me diga que Francia no es así. Y no lo es, claro. Pero España, mucho menos.

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